Tomando como punto de partida, primero, la muerte de su padre, Héctor Azar; segundo, Mortuos Plango, obra de Jonathan Harvey y, tercero, la osada lógica de Gerard Griséy —quien lograra encuadrar musicalmente dos dimensiones cuyos límites son por demás difusos: el color y el ruido—, Carlos Azar conjuga mundos lejanos para crear otro, El círculo de la presencia, catártico, muy personal y sobre todo entrañable. Este libro es medido como el teatro y la música, e inasible como la poesía; como su título lo indica, es algo redondo que no tiene fin.